lunes, 26 de enero de 2009

¿Me incineras un cilindrín?

Allá por 1970 tuve mi primer trabajo fijo digno de mención. Se trataba de una empresa internacional dedicada a la fabricación y venta de productos de perfumería y cosmética. Fue mi primer contacto con el “marketing” y con el mundillo de la pijería de la madrileña calle de Serrano. Tenía la oficina en el entresuelo de una casa de alcurnia, con entrada de carruajes y portero severamente uniformado y entorchado, en la calle de Serrano esquina con la de Hermosilla.

A la entrada nos recibía, con trato un tanto afectado, madame Cachouse, una sexagenaria salida de no se donde, que repartía atenciones por doquier, caramelos de violeta y sobetones a las féminas. Bajo la dirección de Herr Mingels el equipo estaba integrado por una fauna laboral muy variopinta: secretaria noruega, jefe de ventas argentino, jefe de marketing leonés –ese era yo-, otra secretaria y dos auxiliares administrativos amén de un botones, todos ellos del populoso barrio de Vallecas. La fábrica estaba ubicada en otra zona de Madrid y el Salón de Belleza en la Puerta de Alcalá.

Había alquilado una habitación en la misma calle de Serrano, frente al Museo Lázaro Galdiano, a una señora soltera venida a menos, muy puritana, con perro, y muy estricta en cuanto a las normas de conducta, con decir que permanecía de carabina en la habitación cuando en alguna ocasión fue a visitarme mi novia. Un lujazo desplazarse a trabajar todos los días andando y regresar de la misma forma, en una ciudad como Madrid.

A las once de la mañana, hacía mi primera salida de la oficina para desayunar. Habitualmente iba al “Saloon”, un establecimiento recién abierto que estaba decorado igual que un auténtico saloon de oeste americano. Servían el tradicional desayuno americano, además de todo tipo de cafés, zumos y bollería. Pero lo más atractivo del local eran las altas escaleras con barrotes de madera que había que subir para ir a los aseos. Niñas con escuetas minifaldas mostraban, como en una pasarela, los más variados modelos de lencería y toda la amplia barra, abarrotada de varones, se aplicaba sin disimulo a recrear la vista a cualquier hora del día.

Llegaba la hora de la comida y me encaminaba a una serie de tascas típicas en los alrededores de Serrano, donde a base de pinchos y alguna que otra media ración, dejaba satisfecho mi apetito. Y al salir del trabajo a las seis de la tarde a disfrutar, sin prisas, contemplando a toda la pijería reunida en las terrazas de las cafeterías, o en el interior si el mal tiempo lo impedía. Las niñas, con su lenguaje peculiar, para pedirte un cigarrillo decían: ¿me incineras un cilindrín? y si lo que deseaban era que las invitaras a una copa se dirigían a ti en estos términos: ¿Me castigas el vidrio con burbujas?.

De vez en cuando, y con el Alpine descapotable aparcado en doble fila, se acercaba al grupo de niñas algún pijo conocido y tras los besos de rigor las espetaba: “Acabo de bajar perdices a 120, que horror como me huelen las manos a volante”. Joer con la tropa, que molones eran, y qué buenorras estaban todas ellas. Aunque parezca mentira creo que yo también era algo pijo, pero de izquierdas y muy leído. ¿Alguien puede entender esto? Yo sí.

El día concluía generalmente cenando en “Longinos”, una tasca decorada con azulejos muy madrileños, donde con frecuencia me metía al coleto unas cazuelitas de auténticas angulas de Aguinaga. ¡Qué tiempos aquellos!

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